lunes, 31 de mayo de 2010

La cornada

Por: Santiago Saiz de Apellániz

Nada hay más íntimo, me parece, que el momento de la muerte. Y sin embargo algunos han nacido para jugarse la vida ante las indiscretas cámaras de televisión. El pasado viernes el torero Julio Aparicio sufrió una grave cogida en Las Ventas. La pavorosa imagen del cuerno perforando su mandíbula y asomando por la boca salpicó los informativos, los medios digitales y la portada de los periódicos. Con mayor o menor grado de ensañamiento en las repeticiones, entre los periodistas había consenso: era noticia.

Hace unas semanas José Tomás estuvo a punto de morir en la plaza mexicana de Aguascalientes cuando un astado le volteó por un muslo. Al ídolo de los ruedos le salvaron la determinación de sus subalternos y la pericia profesional del cirujano del coso. La noticia tuvo dimensión casi planetaria, hasta la CNN le dedicó su atención. Su percance fue más grave que el de Aparicio, pero menos explícito. Más que las imágenes de la cogida, nos conmovieron entonces los rostros desesperados que rodeaban al herido, el puño que intentaba taponar la hemorragia, las incontables manchas de sangre y sobre todo los detalles de la angustiosa operación.


Piense lo que piense cada uno sobre el futuro de la tauromaquia, ambos sucesos se produjeron en espectáculos públicos y de pago. Julio Aparicio y José Tomás son, seguro, perfectamente conscientes de los riesgos inherentes a su arte. No cabe invocar, por tanto, el derecho a la intimidad para evitar la difusión de sus cogidas. Otra cosa son los reparos que su brutalidad plantea. Pero la sensibilidad no está regulada.
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Las dudas aumentan a medida que disminuye la notoriedad de los protagonistas. En los últimos Sanfermines, Daniel Jimeno, de 27 años, murió al ser corneado en el cuello durante un encierro. La cogida no se apreció durante la retransmisión, pero la noticia se confirmó enseguida. En las primeras imágenes que recibimos en CNN+, el mozo yacía en el suelo con la mirada turbadora y extraviada de los que acaban de irse. Después de un breve debate, se decidió difuminar sus ojos. Una hora y media después, las autoridades pidieron que emitiéramos los planos en los que aparecía, de lejos y todavía corriendo, para pedir a los espectadores colaboración en la identificación del fallecido. A la noticia de la muerte trágica, a la imagen impactante, les faltaba ese dato esencial.

Unos días después, otro corredor, Pello Torreblanca, de 44 años, fue enganchado por un Miura a la entrada del callejón. Ante las cámaras, el animal se ensañó con el mozo: lo empitonó, lo volteó, lo corneó en el suelo hasta dejarlo inerte, semidesnudo y extremadamente grave. Mi primera reacción fue, de nuevo, difuminar su rostro. “Si lo ha matado, le tapamos la cara”. Afortunadamente, no hizo falta. Pero la orden, inspirada quizá por el pudor, no tenía demasiado sentido. La audiencia había visto la cogida en directo, y minutos después, repetida desde todos los ángulos posibles. El único interés informativo radicaba ya en la evolución médica del moribundo.

Pello sobrevivió y dos semanas más tarde salió del hospital. Sus instantes dramáticos me suscitaron, además del impacto humano y periodístico, una reflexión inquietante. La imagen de la muerte como ese velo translúcido que un día discretamente ciega y a la vez oculta nuestra mirada.

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