lunes, 28 de noviembre de 2011

Ponce, el catedrático




Perera, arte y entrega. Castella sin fortuna

Por: César Terán Vega

Tal como acontece en el teatro de operaciones financieras de la Unión Europea, en el planeta de la tauromaquia también se presentan turbulencias, nubarrones, operadores rajatablas y negocios incompatibles. Toda una batalla entre tirios y troyanos. La amenaza frontal proviene de grupetes de antitaurinos a sueldo, ni siquiera sicarios o corsarios, sino filiembusteros.

Pero lo peor, lo lamentable de esta guerra sacra –es un decir solamente porque no hay guerra santa  y beneficiosa para la humanidad en su conjunto- es que no siempre los peores y más temibles enemigos que nos acosan están afuera, sino que conviven dentro de la casa.

Estos concubinos, usurpan nuestros sueños, nuestra afición, luego los venden, los “marquetean” bien, los negocian. Trafican con nuestras ilusiones y terminan denigrándolas. Aquí reafirmo, y pido perdón por cargar la tinta y exagerar tal vez, cuando digo que las mayores adversidades no  provienen de afuera, sino que habitan en nuestra íntima caverna de Altamira y oran con sus ropajes fariseos en nuestro propio templo.

Señores empresarios y ganaderos, los aficionados respetamos su propia pasión taurina y sus legítimas preocupaciones comerciales, por lo demás, tan necesarias para la sobrevivencia y vigencia de la fiesta brava. Lo reconocemos. Pero tal vez ustedes no sientan las penas, decepciones y frustraciones de quienes amamos profundamente a la fiesta de los toros como adora la montaña a la rosa y al clavel, al rocío que los ayuda a fecundarse.

Salvo error mío, o mejor parecer de ustedes respetados lectores, creo pertinente haber trazado este deslinde para ocuparme de una tarde como la del domingo en Acho, que pudo hundirse en el olvido por el pobre encierro que presentó don Roberto Puga y, sin embargo, tuvo fulgores fatuos del toreo de Miguel Ángel Perera y resplandores inextinguibles, deslumbrantes, de Enrique Ponce, el Maestro de Lima, todo un catedrático.

Más de un entendido en las dehesas me retrucará que la casta y bravura de un toro de lidia no determinan necesariamente su rendimiento en el albero, que cada toro es un misterio una vez que traspasa el dintel de la puerta de los toriles. Pero el peso, el trapío, la edad y la presentación de un encierro también son capitales en un cartel de postín de una plaza de primera categoría como Acho.

Solo dos ejemplares de Puga se salvaron de los pitos, protestas y abucheos. Mala suerte de Sebastián Castella. Acaso su primero hubiera sido lo mejor del encierro.

Sabio se llamaba ese torito castaño oscuro, alegre y codicioso, poderoso en la pica, que tuvo que ser cambiado porque se le rompió el pitón derecho. Algo de juego  dio el reemplazante, un novillote, al que el espada no supo matar certeramente. Peor suerte tuvo con su segundo enmigo que no le permitió nada de nada.

Guardemos por ahora en el baúl de lo inservible nuestros denuestos y lamentos. Mejor hablemos y escribamos de lo mejor de esta tarde.

Y allí alumbra con luz propia Enrique Ponce, quien debutó en Acho como un imberbe y precoz “maestrito” en 1991 y luego conquistó a los exigentes tendidos de Acho, la Catedral taurina de América, adjudicándose tres Escapularios de Oro del Señor de los Milagros.

Leyenda viva del toreo, el arte de Ponce hace exégesis del más puro clasicismo. No va él en la ruta de Belmonte sino de Joselito. Con José Tomás ocupan el vórtice de una apasionada polémica.

Ponce dando cátedra en Acho (Foto: Susana Ayzanoa).

Tomás dijo alguna vez: ”Donde Ponce pone la muleta, yo pongo el cuerpo”. Son dos estelas luminosas y paralelas. Dos estilos puros y auténticos. Dos pilares que sostienen el grandioso Partenón de la Tauromaquia moderna.

La virtud de las virtudes del valenciano sea tal vez su maestría, su arte fino y primoroso como el que nos ha dejado en Acho este domingo con su segundo toro, Favorito, un mulato chorreado, listón y bragado que cargó bien al excelente puyazo de César Caro. El maestro dio todo un recital a partir de los delantales con los que lo llevó al toro a los medios.

El astado afloja las manos en la embestida, pero ese no es un inconveniente para la ciencia ponciana, al contrario es un acicate para ejercer una vez más su magisterio. Desde los primeros derechazos aparecen el temple y el mando, la distancia justa, la altura conveniente de la pañosa, la parsimonia filosófica.

Poco a poco va sacando de la chistera un arco iris de suertes y sortilegios.
- ¡Es un ballet! - exclama una guapísima muchacha que me acompaña en el tendido. José Ortega y Gaset, el filósofo español, habló al presenciar una soberbia faena de su 'tocayo' Domingo Ortega, de la exacta geometría entre el hombre y la fiera.

Suena la música y se hace interminable con una faena fantástica. Todo es parte de una clase magistral, incluso cuando el matador queda desarmado de muleta. Hombre y toro se contemplan profundamente a menos de un metro de distancia. Silencio, Ponce se inclina lentamente a retomar la pañosa, con la venia respetuosa y silente de su enemigo.

Y vienen esos redondos lentísimos, acompasados. El público rendido prorrumpe e una sola exclamación ¡Torero! ¡Torero! Se hace el silencio abasoluto y el catedrático da un colofón magistral con un estocón completo, hasta la gamuza, certero y fulminante. El toro dobla en redondo, sin puntilla. Dos orejas memorables.

Enrique Ponce, tus 22 años de fecunda y rutilante brega, te han hecho madurar, mas no envejecer.

El arte, la entrega y la honradez de Miguel Ángel Perera, no permitieron que su paso por la arena legendaria de Acho fuera opacada por la maestría de Ponce.

En su primera faena se las vio con Educado, un negro pobre de cabeza y falto de peso y presencia. El novillote demuestra bravura, eso sí, al cargar en la suerte de varas, pero se dobla de manos evidenciando debilidad.

El público protesta, pero Miguel Ángel tiene, como siempre, hambre de triunfo, tanto así que brida al público pese al desacuerdo de los más entendidos.

Hace olvidar las contrariedades citando quieto desde los medios para instrumentar unos bellísimos cambiados como solo lo hacen los grandes del toreo. Arte no se le puede negar al de Badajoz. Demuestra temple y mando. Él mismo sabe que no está frente a un toro-toro, pero es honrado y pone toda la carne en el asador por pasión propia y por vehemente deseo de no defraudar a Lima, de donde ya se llevó dos Escapularios de Oro.

Toreando a pie firme, atornillado en la arena, hace sonar la música. Poco a poco, va dominando al toro hasta embeberlo completamente en el engaño y va labrando su faena con invertidos lentos y profundos, molinetes y mata con estoque completo  de efecto inmediato. Dos orejas, una de ellas parcialmente protestada, no por la altura del matador que siempre estuvo arriba, sino por las flaquezas del toro.



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